Desde niña enfrenta el alcoholismo

Fátima tomó su primera copa a los 6 años. Su padre la invitaba a beber pequeños tragos de cerveza en las fiestas familiares. «Prefiero que aprendas a tomar conmigo y no con alguien más que te pueda hacer daño», argumentaba a su hija sentada en su regazo.

La historia de las fiestas y la cerveza en sorbitos continuó. A los 12 años, Fátima tuvo su primera borrachera, y fue cuando descubrió que el alcohol «podía servirme para ser más animada, más extrovertida, menos ensimismada, más lúcida, menos tímida, menos estudiosa (matadita), menos retraída, menos fea, menos callada, más divertida, más alegre, menos aburrida, más popular, más guapa», comenta en la búsqueda casi extenuante de adjetivos que la califiquen.

Al tiempo, descubrió también que el alcohol le permitía restar a su personalidad todo cuanto le disgustaba de sí misma, y sumar aquello que sin alcohol le era imposible expresar; y el consumo aumentó.

Con 15 años y en la escuela secundaria, faltaba a clases cuando menos tres veces a la semana. Entraba a las 7:20 de la mañana, pero en lugar de acceder a clases iba a casa de sus primas, con quienes tomaba Viña Real, combinándola con tragos de tequila. Regresaba a su casa a las dos de la tarde; pero si el alcohol aún no se le «bajaba», pedía permiso a sus padres para quedarse a dormir con sus primas.

«Los papás de mis primas trabajaban todo el día, y no se daban cuenta de nada», comenta Fátima, quien continuó su consumo a lo largo de la secundaria, hasta que sus padres decidieron cambiarla de plantel, a los 18 años.

Las solicitudes de Fátima para quedarse por la noche con sus primas fueron en aumento, al igual que el consumo de alcohol. «Ellas son una mala influencia para ti», le gritó su padre.

Mientras tanto, en su casa los problemas aumentaban y su papá ante el menor descuido solía reprenderla a golpes. Él y su mamá la reprimían por la hora en que llegaba de sus fiestas, por la madrugada.

«Él cambió. Se dio cuenta de que yo llegaba tomada y dejó de ser el padre amoroso que era conmigo. Él siempre ingirió mucho alcohol, pero no tenía un trago agresivo. Con el tiempo, y en sus arranques de ira, yo era la más perjudicada.

«Me golpeaba en las piernas, ahí donde no se veía (antes de que terminara mi falda del uniforme). Mi mamá lo presenciaba todo, pero se mantenía en un silencio cómplice, al margen. Cuando yo llegaba tarde, él me jalaba de los cabellos hasta mi cuarto. Me encerraba. No sin antes llamarme ‘loca, borracha, desperdicio, buena para nada'», agrega quien ha pedido anonimato durante su conversación con EL UNIVERSAL.

Fátima, nombre ficticio, explica que su padre era un excelente proveedor a pesar de su alcoholismo, «en casa nunca nos faltó nada y por eso mi madre no lo reprendía», asegura.

«Ella era su cómplice. Las fiestas de fin de semana con mucho alcohol seguían en la casa, y ellos no querían ver ni admitir que su hija necesitaba ayuda. Mamá sólo me consentía, y su fuerza era menor a la de mi padre».

Fue durante esa etapa que Fátima comenzó a mezclar el alcohol con fármacos, y tuvo dos intentos de suicidio. En uno de ellos, y durante el forcejeo, le enterró una navaja a su padre en la mano. «Fui a dar al hospital en varias ocasiones, pero después, por raro que parezca, el consumo bajó un poco, por miedo a mi padre y a sus golpizas».

Durante sus estudios en la escuela preparatoria, Fátima sólo tuvo una amiga. «Yo no encajaba con nadie, y sólo sabía estudiar», dice.

Terminó la preparatoria con excelentes calificaciones. Las cosas iban mejor con ella y con su familia. Se incorporó a la universidad, «y fue en el salón de clases donde conocí al muchacho más guapo y popular de la Facultad. Se sentaba a mi lado en el salón, y un día me invitó a salir diciéndome que quería experimentar qué se sentía salir con una mujer tan estudiosa y tranquila como yo. Dijo: «Estoy harto de salir con chavas facilotas; y tú no eres así». Fátima preguntó: «¿Pero cómo soy yo para ti?» Él respondió: «Rara… diferente».

«Él tenía recursos económicos. Salíamos a fiestas, a comer, a cenar. Viajes. Yo quería llevarme bien con sus amigos que también tomaban alcohol y apostaban. Quería ser popular y divertida entre su grupo. Él decía que yo debía ser más desinhibida. Volví a tomar. «Me caes mejor cuando tomas que cuando estás sobria, me decía.

«Comenzó a negarme la entrada a su casa cuando ya no pudo controlar mi forma de beber. Me celaba, me reprendía por cualquier situación, me jalaba de los cabellos (exactamente igual que mi padre). Hacía que me arrodillara frente a él y le pidiera perdón si quería una copa».

Fátima se arrodillaba en cines, restaurantes, estacionamientos, «con tal de que me perdonara por lo que yo hubiera hecho». Ella no recordaba la noche anterior. Intentó dejar de beber, con sicólogos, siquiatras. «Hice constelaciones, ingresé a centros de tratamiento de alcohol. Busqué ayuda. Nada funcionaba. ¡Eran un fraude!», asegura.

En esta etapa le negaron el acceso a la universidad, «pues llegaba alcoholizada al salón de clases», relata.

«En una ocasión él me hizo lamer el piso y limpiarlo con la lengua si quería una gota de alcohol. ‘Tendrás que hacerlo si quieres que te perdone’, dijo». Y Fátima lo hizo. Lamió el piso hasta dejar limpia la zona que él había indicado.

A los pocos días ocurrió su tercer intento de suicidio. Volvió a consumir fármacos y alcohol, y esa noche fue a dar por octava vez a un hospital, donde le daban suero para que se recuperara. «Mis nervios quedaban destrozados cada vez que entraba al hospital y me curaban».

Con la vida a salvo una vez más, Fátima permanecería una semana internada en el Hospital Juárez. Fue ahí, aún en el área de Urgencias y con 25 años de edad, cuando dos integrantes de la Central Mexicana de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos (AA) se acercaron para decirle que conocían un lugar donde ella podría dejar de sufrir.

«Mi novio llamó al hospital para saber de mí. Mi madre no quiso comunicarme con él». Al salir del hospital, volvió a buscar a su pareja para que le facilitara alcohol.

«Ya éramos codependientes. Le dije lo que había ocurrido en el hospital. Le hablé de la pareja de Alcohólicos Anónimos que se acercó a mí».

Él le exigió que no asistiera a la Central Mexicana de AA. En caso de hacerlo, amenazó con no volver a verla. Fátima se encerró en su cuarto y se alejó de cualquier contacto con el mundo exterior.

En esta etapa, su madre le prohibía la relación con su novio. Fátima nunca reveló a nadie los golpes y humillaciones propinados por su pareja. «Sabía que si se lo decía a mi madre, ella ya no me dejaría salir con él, y yo no tendría acceso al alcohol, como lo tenía estando con mi pareja.

«Mi madre canceló mi celular. Suspendió el teléfono de casa. Coloqué cobertores en las ventanas. Me encerré a oscuras. No me bañé a lo largo de 15 días. Mi mamá sólo entraba al cuarto para saber si yo continuaba con vida. Mi padre me retiró la palabra. No existía para él. Escuchaba decirle a mi madre y a mi hermano que me prefería muerta, a borracha y loca.

«Estuve 15 días en una profunda depresión, sin bañarme, sin comer, hasta que una mañana de sábado mi hermano entró a mi cuarto para decirme que consideraba que ya era la hora de que buscara ayuda y asistir a un grupo de la Central Mexicana de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos, A.C.

«Decidí asistir a una junta del grupo de AA. Comencé a bañarme. Cambié los mismos pantalones rasgados que siempre usaba. Comencé a manejar. Volví a incorporarme a la universidad», relata la joven.

Actualmente, Fátima está cumpliendo cinco años sin consumir alcohol. Tiene 30 años de edad. Acaba de terminar un postgrado en Derecho. Y comenta que «el alcoholismo no reconoce edades ni estatus económico, y cada vez es más frecuente encontrar problemas de alcohol en personas con edades menores.

«Recomiendo, a partir de mi experiencia, que los padres estén atentos a la forma de tomar de sus hijos. Que busquen ayuda a tiempo y que mantengan una permanente comunicación con ellos. Ocultar, enmascarar y negar el problema como lo hicieron mis padres, no conduce a nada. La negación se convierte en un hábito. Idealizar actitudes y minimizar defectos de los hijos lleva al autoengaño. Lo que rompe la negación es una crisis, como la que yo tuve.

«Seguiré siendo alcohólica, pero no moriré estando alcoholizada. Alcohólicos Anónimos salva vidas», concluye Fátima, quien desea agregar que recibió el primer abrazo de su padre al cumplir 25 años de edad y otro a los cinco de sobriedad. «Él continúa siendo alcohólico».