Salía por las noches hasta llegar al escondite, a veces, de familias enteras perseguidas por el gobierno, para ayudarlas a llegar a la embajada de México en Argentina y darles refugio en esa casa donde su mujer dispuso camas, catres y colchones para recibir a sus «huéspedes». No importaron las amenazas de muerte para este diplomático y su equipo, a quienes cientos de chilenos y argentinos le deben la vida.
El embajador Celso Humberto Delgado Ramírez, quien entre 1973 y 1975 fue designado por el presidente Luis Echeverría como representante de México en Argentina, se convirtió en un ícono de la tradición de asilo mexicana. Los riesgos que enfrentó para extender la mano a los perseguidos de las dictaduras latinoamericanas le reservaron un lugar en la historia individual y colectiva.
Por momentos se le corta la voz ante los recuerdos. Con sencillez, asegura que a quienes ayudó, en realidad le deben a Dios; políticamente al Presidente, su jefe, «y a mi pueblo que forjó esta tradición de asilo».
Relata: «Me toca la etapa previa al golpe de Estado, ya había persecuciones. A medida que se fue deteriorando el ambiente, empezamos a recibir perseguidos políticos»; además, como no había embajador en Chile por el rompimiento de relaciones tras el derrocamiento de Salvador Allende, «el único embajador mexicano en el Cono Sur era yo, y me tocó ayudar también a los asilados chilenos».
María Eugenia Espriu Salazar, su esposa, también se hizo responsable de los «huéspedes», como les llama. Su mujer se convirtió en su mejor aliada para dar refugio a los perseguidos. «Sugirió la compra de camas adicionales, catres, colchones para usarlos en el ático y el sótano», ella se encargaba de que los alimentos no faltaran en ese hogar que llegó a albergar hasta 40 personas que esperaban salvar la vida, salir de Argentina.
La misión para esta pareja era clara: cuando un «huésped» entraba a la embajada, lo importante era que «el asilado se sienta seguro, que sepa que está segura su vida, que está en casa, y eso lo prodigó mi esposa», mientras que el joven diplomático -de 33 años- sorteaba los riesgos de salir en busca de quienes le pedían refugio.
«Todos colaboraron, eran un gran equipo, como Roberto Denegri, ministro consejero, o Reynaldo Martínez, el chofer, quien iba conmigo a lugares a los que teníamos que ir con todo el sigilo y la prudencia necesarios, por una persona que no podía andar, que no podía salir, entonces el coche diplomático les daba seguridad».
Eran obligadas las incursiones nocturnas y clandestinas del embajador, «las personas no podían salir de donde estaban». Aun con las placas diplomáticas que le daban cierta protección, narra que «en esas circunstancias a veces los metros se hacen kilómetros… El riesgo siempre existe, hay que afrontarlo, se afrontó».
Los amagos en su contra no tardaron en llegar. «En la embajada se recibían amenazas de bomba, de que secuestrarían a alguien del personal o la familia (…) pero yo tuve un personal muy solidario y calificado, estuvieron siempre enteros, valientes.
«Lo que hicimos mi esposa y yo cuando fueron más graves las amenazas, fue trasladar a nuestros hijos -Jordan, Alica y África- a México, para quedarse con los abuelos».
Sobre el papel que desempeñó en la vida de cientos de perseguidos, el embajador, a casi 40 años de distancia, asegura: «Cuando llega el momento no te puedes hacer para ningún lado, tienes que dar la mano, tienes que dar el abrazo y abrir tu casa, la embajada, y la embajada es México».