Una nueva vida que se convierte en suplicio

Desde su mundo infantil los niños de Nueva Jerusalén están conscientes de que un libro es mejor que un azadón, que una libreta es más ligera que una pala y que el esfuerzo de estudiar una lección es menor al de fregar un piso o planchar cerros de ropa ajena.

Ahora que las clases se encuentran detenidas en la escuela “Vicente Guerrero”, la mayoría de los niños y las niñas de este poblado ocupan su tiempo en acompañar a sus padres a las faenas del campo, donde cultivan en parcelas rentadas frijol, maíz, pepino y caña, o bien entre el acarreo de leña de los montes para encender los fogones de sus casas.

Los más grandecitos (de 12 a 17 años de edad) se van a los pueblos cercanos de Puruarán y Tacámbaro e incluso llegan a Morelia o Guadalajara en busca de obras de construcción donde puedan alquilarse como ayudantes de albañil.

Las niñas y jovencitas están condenadas a seguir los pasos de sus madres en las tareas del hogar, donde día y noche limpian, cosen, lavan ropa y hacen de comer, y cuando tienen de 12 a 14 años están en posibilidad de emigrar a Morelia, Guadalajara, Tacámbaro y Turicato para realizar labores domésticas.

Muchas, como Guadalupe, prefieren eso. Ante el desánimo que le ha causado el retraso del inicio escolar para continuar sus estudios de secundaria, piensa ya en irse a Guadalajara a seguir los pasos de su hermana mayor, que desde hace un par de años encontró la forma de acomodarse limpiando casas.

En cambio, su hermano Federico, quien forma parte de la primera generación de la telesecundaria “Vicente Guerrero”, este año va al bachillerato a Tacámbaro, a pesar de que ello implica que sus padres hagan un esfuerzo de gastar 80 pesos diarios para el transporte y la torta de la escuela.

Los padres de estos adolecentes han elegido dar prioridad a los estudios del varón, “porque salió mejor para el estudio”, que impulsar a la niña, que ha decidido ya abandonar las escuela y trabajar para hacerse su fiesta de 15 años.

Lupita M. es una adolecente robusta que no viste a la usanza de los de Nueva Jerusalén. Ella lleva una falda hasta la rodilla de color negro con flores blancas estampadas; también una playera gris ajustada y no usa velo en el pelo.

En un año cumplirá 15 años de edad y está ilusionada con la idea de hacer una fiesta a la que concurran todos sus amigos y familiares. Quiere un vestido azul, con encaje y flores, y también un pastel enorme y un banquete para sus invitados.

Su ilusión es esa, pero sabe que no hay en su casa mucho dinero para hacerla y por eso se le ocurrió hace unos días que “si ya no voy a estudiar, pues mejor trabajo para darme mi gusto”, dice. No salió muy buena para el estudio, tercia su madre.

Sin embargo, jovencitas como Norma R. y Estela P. lamentan no ir a la escuela. Ellas son alumnas de telesecundaria que añoran la compañía de sus amigas y la comprensión de su maestra Jocelyn Ponce, a quien no se le despegaron cuando la vieron participar en el mitin de maestros del pasado 7 de septiembre.

Desde lo alto de un camino las tres observaron con interés el suceso inédito en su pueblo. Ellas dicen estar conscientes de que “la lucha” de sus padres y maestros “es justa”.

No entienden por qué derribaron su salón de clases, por qué quemaron sus computadoras y externan su deseo de volver a la escuela.

Los más pequeños, como Gabriel R. de siete años de edad, el tiempo que antes ocupaba en aprender a leer y escribir lo emplea ahora en aprenderse algunos fragmentos de poesía que su madre encontró en un libro fragmentado. También le gusta sentarse a ver caricaturas.

Es demasiado pequeño para ir al campo o hacer trabajo de albañilería y su madre Margarita, se resiste a introducirlo al trabajo infantil.

Él como la mayor parte de los niños de su edad ha oído comentar a sus padres lo que se vive en el pueblo. Vio, como muchos de sus congéneres, en vivo y en directo la destrucción de la escuela.

“Sentí muy feo que destruyeran mi escuela, porque ahora ya no tengo donde ir, ni con quien jugar. Por eso mejor mi mamá me enseña unas poesías y unas rimas”, dice y recita rápido y ante una cámara un retazo que recién se aprendió.

Kevin es un niño vivaz de ojos grandes y negros. Él dice que no le gusta el campo y que por eso va a la escuela mejor. En primaria “José María Morelos” encontró cabida en tercero.

“Los de abajo no quieren que estudien los niños, porque dicen que la Santa Virgen les mandó destruir la escuela y que la Virgen quiere sangre. ¿pero como va a querer sangre la virgen, si la virgen es buena”, dice.

Externa su temor a que “los de abajo”, vayan a su escuela a querer destruir su escuela, pero sobre todo por el temor de que sus padres (que viven en La nueva Jerusalen) salgan lastimados como la vez pasada si intentan defender su escuela.

“Tengo miedo de que vengan aquí y quieran tumbar esta escuela, tengo miedo porque si mis papas quieren defender les puede pasar algo”, dice.

La pobreza y desempleo son característicos de este poblado y los niños, jóvenes y adultos no tienen más opciones que el campo, la albañilería o emigrar como lo han hecho decenas de familias que en los últimos años se han cansado de la opresión, de dar su un 25 por ciento de su sueldo para mantener al gobierno instaurado por Martín de Tours y sostenido durante más de 38 años.

Gabriel, un joven de 24 años sostiene en sus brazos a su pequeño hijo de meses de nacido. Estudio la secundaria abierta y asegura que a él como a varios habitantes de la Nueva Jerusalén le pedían “cuota” de su sueldo y por eso decidió separarse.

“Gano menos de 2,300 pesos al mes en el campo y en la construcción, y como querían que les diera más de 500 pesos al mes para las velaciones y las guardias que yo no podía hacer porque trabajo, me salí. Vi que eso es injusto y que no estaba bien, ¿Por qué tenía que darles lo que no me sobra ni para mi familia”.

Gabriel asegura que su pequeño hijo irá a la escuela cuando crezca, porque dice que no quiere el mismo futuro que le tocó vivir a él y que le heredaron sus padres, quienes llegaron a vivir a la Nueva Jerusalén hace 30 años, en busca de una nueva vida que se convirtió en suplicio.

Los más pobres de la Nueva Jerusalén plantean incluso la posibilidad de no mandar a sus hijos a la escuela este ciclo escolar ante el costo que implica inscribirlos en lugares como Turicato, Puruarán o Tacámbaro.