El laberinto de la reforma laboral por un México competitivo

CIUDAD DE MÉXICO, 23 de septiembre.- La reforma laboral que se está discutiendo en el Congreso de la Unión, a iniciativa del Presidente de la República, pondrá a prueba muy diversas estructuras de la actual política mexicana.

La iniciativa podrá ser menor en algunas de sus propuestas. En otras, yo me atrevería a decir que es delicada, no por ello mayor. Sugiero al amable lector interesado en este tema ir a las inteligentes tesis planteadas por mis compañeros Ruth Zavaleta, Yuriria Sierra, José Cárdenas, Jorge Fernández Menéndez y Humberto Musacchio, en Excélsior. Algunas de estas tesis de mis colegas son contradictorias entre sí, pero eso ha formado un debate espontáneo en las páginas de este periódico tan plural, tan libre y tan bien dirigido.

La primera de las pruebas a que me he referido consiste en las bondades o inconvenientes de la novedosa “iniciativa preferente” a la cual tiene derecho el titular del Ejecutivo federal y obliga al legislativo a un procesamiento privilegiado y rápido. Esta modalidad parlamentaria produce la relativa conveniencia de que las iniciativas presidenciales así calificadas no vayan a parar a la “congeladora” legislativa. Es decir, que no se depositen en el cajón de los olvidos donde ni se discuten ni se aprueban ni se rechazan.

Pero este congelamiento no es más que una dulce manera de rechazo sin manifestación expresa. Es como cuando la presunta novia contesta la declaración propositiva de su pretendiente diciéndole que le dé un tiempo para pensarlo con serenidad y seguridad. En realidad, ella está contestando con un no pero disfrazado con una mentira piadosa para no herir los sentimientos del amoroso rechazado.

Ahora, el sistema innovador obligará a la legislatura a contestar de manera directa, y aquí es donde entramos al terreno de las inconveniencias a las que no estamos acostumbrados, porque no se estila reprobar abiertamente las iniciativas presidenciales mexicanas. Son muy contados los casos en los que ello ha ocurrido y no podemos imaginar, aún, lo que sucederá si se llegara a convertir en lugar común. Equivale, en mi ejemplo romántico, a que el pretendiente requiriera a la pretensa de una respuesta clara y rápida. Lo único que provocaría sería una negativa áspera aunque franca. Te rechazo pero no te hago perder tu tiempo.

Estas notas que escribí no son de ninguna manera un ejercicio adivinatorio. Pero, como van las cosas hasta el momento de estarlas escribiendo, todo parece que los intentos presidenciales terminarán en un fracaso tan expreso como lo remató la novia de mi ejemplo o, por lo menos, se resolverá “mocha”.

La segunda prueba consiste en la demostración de los riesgos a los que se enfrenta todo aquel que presenta iniciativas que no están previamente consensadas. El consenso previo ha sido una de las prácticas mexicanas y mundiales que más han ayudado tanto a la concordia entre los poderes públicos como a la preservación del decoro presidencial y congresional.

En el México de la política tradicional las iniciativas se tanteaban antes de ser presentadas. Eso garantizaba, de obtenerse una aprobación previa, que la iniciativa no sólo triunfaría sino que lo haría rápido. Tampoco se crea aquel mito de que en el priismo antiguo las iniciativas presidenciales eran aprobadas sin reserva tan sólo por la autoridad de su autor. Nada más falso que eso y, para ello, traigo de memoria algunos de los pocos fracasos presidenciales que tengo registrados.

Uno de ellos le aconteció a José López Portillo, precisamente en una reforma que federalizaba toda la justicia laboral, otro a Ernesto Zedillo en materia energética y otro a Vicente Fox, en el mismo ramo.

En apoyo de lo que digo, he escuchado que Miguel Alemán dijo a los lideres congresionales al iniciar su mandato que todas las leyes serían como las quisieran los congresistas, no como lo desearan sus secretarios de despacho. Pero instó a unos y a otros a que las discutieran previamente y, si llegaban a un consenso, las convirtieran en iniciativas y se las pasaran a firma. Obviamente, se aseguró el logro de una estadística perfecta de éxitos legislativos. Lo que no pasaba ni llegó a saberse. Lo que sí pasaba se aprobaba con fanfarrias.

La tercera prueba es la medición de la fuerza congresional del actual presidente. Yo no me atrevería a aconsejar a ningún presidente de cualquier país, que presentara iniciativas importantes y polémicas a unas semanas de la conclusión de su encargo, cuando su fuerza política ya se ha debilitado por el tiempo, cuando ya se ha apagado por la derrota electoral de su partido y cuando los congresistas están iniciando su gestión, llenos de triunfalismo y de sensaciones de superioridad. Quién sabe quién fue el asesor presidencial de esto.

La cuarta prueba tiene que ver con estos legisladores en cuanto a la medición de su capacidad para construir acuerdos tanto en pro como en contra de cualquier propuesta. En cuanto a la medición de su calidad para adoptar posicionamientos sensatos y alegatos inteligentes. Y en cuanto a su posibilidad para responder a sus convicciones de partido o a sus compromisos electorales más que para comprometerse en enfrentamientos automáticos entre poderes públicos o entre bancadas congresionales.

Pero vayamos, aunque sea muy someramente al fondo del asunto. Creo que ningún mexicano y ningún partido tienen la menor duda sobre la necesidad y la conveniencia de hacer de México un país más productivo y de los mexicanos hombres más preparados y mejor acondicionados para el trabajo productivo. Llevamos varias décadas en el debate de lo que significaría una reforma laboral seria y de fondo. Pero, en muchas ocasiones, el debate se ha sesgado por ignorancia o por perfidia. Casi siempre, el principal argumento de los debatientes ha sido la personalización de las ideas. Que si esto es malo porque lo proponen los patrones, dicen los sindicatos. Que si esto es peor porque lo propone el PRI, dicen los panistas. En estricto rigor nunca he escuchado un argumento sobre que alguna propuesta tenga o no la razón sino tan sólo que es buena o mala dependiendo que su autor o su promotor sea la CTM o la Coparmex.

Pero creo que ha llegado la hora de satisfacer una necesidad importante de la nación. No de los patrones ni de los trabajadores sino de la sociedad entera. Los abogados decimos que las normas laborales son de interés público. Esto significa que sus estipulaciones son importantes para todos y no solamente para los que están directamente comprometidos en su cumplimiento o en su litigio. O aceptamos esta verdad o nos vamos a extraviar.

Pensar que las relaciones laborales son potestad exclusiva de los patrones y de los trabajadores es menospreciarlas y condenar a esa sociedad a una exclusiva e inaceptable monetarización de los seres humanos. Es una inaceptable forma de pensar que, gracias a la ley, la propiedad de los trabajadores se ha remitido tan sólo porque las normas establecen el precio y los tribunales vigilan que se pague.

El asunto va más allá de las meras conveniencias económicas que no pueden menospreciarse bajo ninguna óptica filosófica y política, sobre todo en un mundo en donde el bienestar económico es basamento esencial para la obtención de satisfactores legítimamente merecidos y merecibles para cualquier individuo y para cualquier sociedad. El ingreso remunerativo es el único mecanismo digno para proveer al hombre de la alimentación, la salud, la vivienda y la educación; pasando por la cultura, la recreación y los satisfactores individuales de segunda generación; y hasta aquellos de orden de valoración colectiva que, queramos o no, en algo o en mucho dependen de la prosperidad económica tales como la seguridad, la estabilidad y la paz.

El planteamiento es bien simple en su enunciado: producir más y mejor así como mejorar la cantidad y la calidad del producto. La estrategia para su alcance es, por el contrario, una suma compleja de factores que, en ocasiones son muy obvios, pero en otras más se esconden o, cuando menos, se mimetizan.

Se dirá que producir requiere inversión y es muy cierto. Lograrlo implica acciones y actitudes de muy diversa índole, desde competir en la captación internacional, fomentar los atractivos de rentabilidad y seguridad, canalizarla hacia nichos más sólidos y menos volátiles, competir en el tan agresivo mercado de dinero, hasta aumentar hábitos y espacios para el ahorro interno, reorientar con el fisco y con la escuela los hábitos de consumo y adquirir una mejor valoración, no necesariamente un mayor apetito, por lo que es el dinero y por lo que sanamente representa en la vida como producto del esfuerzo y como insumo del progreso.

Se dirá, también, que se requiere tecnología. Y en esto, a su vez, hay mucha razón. El mundo actual y el futuro no sólo está dominado por los que tienen, sino también por los que saben y es por ello que los recursos tecnocientíficos son imprescindibles para la producción y la productividad. El que los tiene los usa en su mejor provecho. El que carece de ellos está obligado a comprar unos y a desarrollar otros en una canasta que combine aptitudes, tiempos y hasta permisividades para lograr su acopio.

Se dirá que, para producir más y mejor se requieren mercados. Y esto, innegablemente, es una sólida y adicional razón. El mundo actual y futuro no sólo es de los que tienen y de los que saben sino, también, de los que pueden, entendido esto como un factor de poder a veces subliminal, a veces persuasivo, a veces diplomático, a veces político y a veces meramente empresarial, para abrir y conservar espacios para colocar lo producido.

Se dirá, por último, que se requieren hombres productores. Ésta es una razón tan sólida como las anteriores. El mundo actual y futuro no solamente es de los que tienen, de los que saben y de los que pueden sino, también, de los que hacen.

* Abogado y político. Presidente de la Academia Nacional, A.C.