Guadalajara • Rogelio Cuéllar (Ciudad de México, 1950) descubrió la belleza de la luz a los cinco años cuando su madre, Esperanza, se casó con Ignacio Cuéllar: “Ese día hicieron una comida en la casa donde vivíamos, en la calle de Tokio, en la Portales, y yo estaba tan feliz por la fiesta que de pronto advertí la luz que entraba al jardín a través de un pirul… El paisaje me pareció tan bello que le dije a quien fue mi padre por más de dos años: ‘¡Qué bonito, se me antoja hacer una jota fría!’ Yo aún no sabía pronunciar la palabra fotografía”.
Allí la memoria de Cuéllar, Premio Fernando Benítez 2012 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, se detiene para precisar: “Nachito me registró a los seis años; me dio identidad y nombre: Rogelio Cuéllar García. Él era Ignacio Cuéllar Luna, un técnico de los Estudios Clasa, que fue mi papá dos o tres años y que me traía bolsas con los carretes con los que enrollaban las películas. Esos fueron mis Meccano, mis Lego, mi infancia. Además, me llevaba los stills de las cintas que se estrenaban: fotografías que él colocaba debajo del vidrio de la mesa donde comíamos y con las que fui construyendo un álbum personal”.
Aprendiz de dibujante, este fotógrafo no niega que prefiere el blanco y negro y su infinita gama de grises. Recuerda sus inicios: “Tenía 17 o 18 años y quería ser pintor. Entonces entré a estudiar en la Prepa 5, una escuela rodeada de establos y repleta de porros, donde en los primeros meses me quitaban los lápices o me robaban el suéter. Pronto supe que eso no me gustaba, así que a la par decidí buscar una escuela de publicidad y encontré una en el Centro de la ciudad. Iba por las noches y me enseñaban cómo hacer márgenes y tipografía; tampoco era lo que quería. Entonces descubrí la Academia de San Carlos y asistí a clases sin estar inscrito. Allí comencé a dibujar y aprendí a hacer sombras, pero no me salían”.
En la preparatoria hizo su primer viaje de prácticas al Bajío. “Y le pedí a mi cuñada, la esposa de mi hermano Rigoberto Reynoso Cisneros (que me llevaba 20 años y nunca supe de dónde saco mi mamá esos apellidos porque legalmente no éramos nada), que me prestara una cámara y me dio una Kodak cuadradita, de las que se veía por la imagen por arriba. Paralelamente, había comenzado a trabajar en la imprenta Rojas, donde conocí a José Rosales Trevilla, jefe de litografía y quien vio ese primer rollo que revelé al volver de la práctica. Creyó ver algo interesante en esas imágenes, y fue quien me regaló mi primera cámara, una Pentax, que pagó a crédito durante un año en Foto Regis”.
Muy pronto Cuéllar empezó a trabajar de free lance y ofreció sus imágenes a diarios y revistas. A los 20 años tuvo su primera exposición: La vuelta al día en 80 rollos. Ricardo Garibay definió así al joven creador: “La fotografía es un arte, y es un artista el fotógrafo; probablemente el más actual de los artistas, que nos enseña no cómo es el mundo sino qué es el mundo, literatura en entraña… Todo esto representa y explica a Rogelio Cuéllar, notable ya y adolescente todavía, si acaso entrado apenas en la primera juventud, nacido en la Ciudad de México hace apenas 20 años, estudiante de periodismo”.
No recuerda con precisión la fecha pero sí sabe que dedicó su primer retrato a Vicente Rojo, que en esos años expuso en la Casa del Lago. Tímido él, Cuéllar le dijo: “Maestro, ¿le puedo hacer un retratito”? Y él dijo “sí”. Y se puso a mirar hacia el infinito. “¿Me puede mirar”?, le pidió y lo miró. Hizo clic y en ese momento hubo algo, se cruzaron las miradas y sintió la fuerza del instante. “Intuí que era muy importante; 45 años después lo entiendo: si no hay ese diálogo de miradas, no hay retrato. Es mi teoría y mi tesis con las cuales trabajo: me pongo la Hazel Black, que es cuadrada, en la panza y cuando digo ‘Mírame’ me preguntan: ‘¿Miro a la cámara o te miro a ti’? Pido que me miren a mí. Si no hay diálogo de miradas no hay retrato; puede haber una espléndida foto, pero el retrato es el diálogo de los ojos”.
¿Quizá de ese encuentro con Vicente Rojo viene su preocupación por la composición?
Desde los 22 años comencé a entender que la fotografía es un texto que tiene su propia gramática, que se llama, ahora lo sé, sintaxis de la imagen. Y esto me lleva a otra decisión en mi trabajo que ha sido apostar por el blanco y negro ante el color. Mis primeras fotos de color fueron en Pátzcuaro, el Día de Muertos, y cuando las vi encontré matices hermosos en los colores pero no era lo que yo había visto. En cambio, el blanco y negro sí lo veo. Y quiero precisar: no es porque sea daltónico, sino que para mí el blanco y negro es la síntesis de la luz, porque la veo en blanco y negro y con una gama de grises. Y en el desnudo no se diga, allí logro adivinar cómo la luz cubre el cuerpo.
En el desnudo, la mirada no es un requisito…
Es cierto, porque el desnudo es un paisaje, y mi disciplina es recorrer con mi mirada y con la luz el cuerpo o los cuerpos. Mi búsqueda en el desnudo es tocar las fibras más sutiles entre el erotismo y la pornografía. Es una hojita como de cebolla: si la brinco ya es pornografía. Mi aspiración es tener fotos con una fuerza erótica que logre ver la humedad de los cuerpos, el sudor… No me interesan los cuerpos de gimnasio, me interesan los normales, cotidianos. Y la mirada no me interesa; si no aparece el rostro no es por autocensura o pudor, es porque la mirada es muy fuerte. En el desnudo no hay mirada, salvo la mía.
El Homenaje Nacional de Periodismo Cultural fue otorgado por primera vez hace dos décadas al periodista, escritor, historiador y antropólogo Fernando Benítez, y ha sido recibido por personajes como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Paco Ignacio Taibo I, José de la Colina, Emmanuel Carballo, Héctor García, Ignacio Solares y Guillermo Sheridan, entre los creadores a los que la cámara de Cuéllar ha fotografiado.
Para el autor de centenares de retratos, este reconocimiento significa entrar a una dimensión que es un gran compromiso: “Lo acepto y además me emociona porque no tendré que ir a recogerlo acompañado por una enfermera en minifalda, en silla de ruedas, o con oxígeno a un lado y bacinica del otro. A mis 62 años es un portento de reconocimiento y un compromiso que me obliga a trabajar mejor con mi lenguaje personal”.
¿Y cuál es ese lenguaje personal que le distingue?
La vehemencia. Soy un fotógrafo callejero. Sigo andando por la calle con mi cámara a ver qué encuentro, como desde hace 45 años que inicié en el periodismo. He estudiado a muchos fotógrafos y tengo influencias de todos ellos, pasando por Manuel Álvarez Bravo, Cecil Beaton, Joel-Peter Witkin, Tina Modotti, Edward Weston, Cartier Bresson, Nacho López, Héctor García, Rodrigo Moya y Lola Álvarez Bravo. Los fotógrafos periodistas no me aceptan como fotoperiodista; y los creadores de fotografía de autor tampoco me aceptan entre los suyos. Mi definición es que soy únicamente fotógrafo, y en ello están mi profesión, mi lenguaje, mi disciplina y mis sueños.