México • Hukum gantung dari leher hingga mati”, dijo el juez. Y aunque la traductora bajó la voz al mínimo, la sala entera sabía lo que eso quería decir. Se podía leer en los hombros caídos de los abogados. En el rostro serio y adusto de los diplomáticos mexicanos. En el miedo que emanaba de los tres sinaloenses de pie en el banquillo de los acusados.
¿Cómo afrontan tres hombres el momento en el que se les anuncia que están condenados a morir? En el más absoluto terror, por supuesto. Con la mirada incrédula, lágrimas y el cuello empapado de sudor. Con los puños tan apretados que ya están blancos y comienza a drenarse la sangre de entre los nudillos.
¿Cómo digerir la noticia de que a usted y dos de sus hermanos les van a romper el cuello, la vértebra C-2 para ser exactos, a 16 mil kilómetros de su hogar y que sus días sobre la tierra están contados? Los hermanos González Villarreal tuvieron que responderse ayer esa pregunta lo mejor que pudieron.
El juez Mohamed Zawawi dijo lo que se temía e hizo lo que se esperaba de él. En realidad, lo que la justicia de Malasia y su Ley Antinarcóticos dictan. A las 10:56 de la mañana del 16 de mayo de 2012 puso una indefinida fecha de expiración sobre las vidas de José Regino, Luis y Simón González Villarreal.
“Todos de pie para la sentencia”, ordenó el juez. Por última vez, los asistentes de la sala IV de lo penal del complejo judicial de Jalan Duta dejaron sus asientos.
La corte, una sala gélidamente refrigerada con paneles de madera, se mostró esta vez repleta, como nunca lo estuvo a lo largo del año y dos meses que duró el juicio. Había agentes antinarcóticos, estudiantes de derecho, policías de inmigración, diplomáticos mexicanos, reporteros y también la familia de un malasio coacusado en el caso. Eran la esposa e hijo de Lee Boon Siah. Y en el centro de todo, tres sinaloenses encadenados de manos y pies.
“Se les sentencia a colgar hasta que mueran (hukum gantung dari leher hingga mati)”, dijo el juez Soga, de forma pausada y metódica. Sin cambiar una sola facción sobre su rostro ni mostrar emoción.
En el juzgado solo hubo un silencio pesado que sabía y olía a adrenalina y miedo.
El juez dio la media vuelta y salió. Entre el antes y el después solo pasaron 30 segundos.
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Lo que rodea a la ejecución por la horca es un secreto celosamente guardado por Malasia. Nunca se ha dado a conocer exactamente cuántas personas han pasado por sus galeras, aunque extraoficialmente se estima que en los últimos 50 años han sido más de 500. Los verdugos pueden ser malasios o singapurenses.
Existen pocos registros oficiales de qué es lo que sucede durante una ejecución. El siguiente, ofrecido en 2010 por un oficial de nombre Muhamad Shaffee Abdullah, representante malasio ante la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, es uno de los contados que han salido a la luz:
“En Inglaterra, como en Malasia y Singapur, la caída ha sido científicamente calculada: necesita entre 5 y 8 pies de cuerda, dependiendo del peso del cuerpo. El lazo, que es sostenido por un anillo de cobre, da una fuerza letal de mil libras, suficiente para causar la muerte de forma inmediata a través de la ‘asfixia comatosa’.
(…) Un buen ahorcamiento judicial tendría, por lo menos, al asistente del verdugo sosteniendo los hombros del sujeto condenado, justo hasta el momento final. Eso le proporciona un confort temporal al prisionero y evita que haga movimientos bruscos con los que pueda lastimarse.
El uso de una capucha también evita que los oficiales de la prisión vean el rostro moribundo del prisionero después de la caída. Es demasiado impresionante para los presentes, debido a que el nudo del lazo genera una tensión extrema en sus facciones.
En ocasiones se ha reportado que funcionarios menores y testigos civiles han sufrido shock nervioso luego de que el cuerpo del prisionero comenzara a mover sus extremidades debido a la acción reflejo, tras retirarle las esposas. (También) después de que emitiera un profundo ‘suspiro’ al escapar el aire atrapado en el tórax, una vez que el nudo se ha aflojado. Por eso es imperativo el uso de una capucha.”
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A diferencia de otras audiencias, cuando venían solo armados de un diccionario, los González Villarreal cargaban esta vez con sacos de lona blanca. Eran sus escasas pertenencias: pensaban que podían ser deportados y regresar a México.
Había fotografías de sus familias, dos mudas de ropa y, obviamente, algunos libros religiosos. “Traigo La Biblia y unos folletos sobre cómo rezar”, dijo Luis. Pero entre el contenido había también libros de autosuperación, como Nunca te des por vencido, de Sharon Lechter; El mensaje de esperanza, de Eugene Peterson, y El Código Maya, de Barbara Hand Clow.
Ya con la sentencia a cuestas, los González Villarreal fueron llevados hacia la salida del juzgado por dos oficiales de policía. “Por favor díganles en México que no se ha terminado esto”, clamó Simón. Minutos antes había visto, por primera vez, las fotografías de la hija a la que no conoce y que nació durante su cautiverio. Su esposa le mandó un álbum a Malasia para esta audiencia.
Desde ya, los González Villarreal se verán forzados a cambiar su uniforme de presidiarios del color morado al naranja, con el que se viste a quienes están condenados a muerte. Serán enviados a un ala especial. Ahora son, como se conoce en argot carcelario malasio, “hombres muertos que caminan” que no saben cuándo serán ejecutados ni cuándo deberán subir los 13 escalones que llevan al nudo, el anillo de cobre y la soga de cáñamo con los que se cuelga a los reos en el sudeste asiático.