Parecería que a estudiantes y maestros universitarios, y no solamente de la UNAM, les vale gorro el destino de las casas de su saber. 02/05/2013 02:35
Es inútil seguir nuestro camino no tiene caso si los dos mentimos.
Hoy debemos tomar otro camino tomando en cuenta que los dos perdimos.
Segundo Rosero
Los que alzaron ayer por la mañana los brazos al cielo en agradecimiento porque la entidad divina había determinado que los mozalbetes que ocupaban el vestíbulo de la Rectoría de la UNAM lo desalojaran por propia decisión, precisamente en vísperas de la llegada de Barack Obama a México, se equivocan si consideran el acto un triunfo del raciocinio y el convencimiento. Los jóvenes encapuchados se fueron de Rectoría exactamente igual que como habían llegado: cuando les dio su regalada gana. Ni las invitaciones de las autoridades universitarias ni las tímidas convocatorias de quien debe mandar en este valle de lágrimas que es el Distrito Federal, ni los desplegados de rectores, barras y grupos les hicieron salir.
También se equivocan los rapaces inverecundos si piensan que se alzaron con una victoria. Ellos no consiguieron las vagas demandas enunciadas para justificar su acción. Hablaban las pancartas de educación gratuita —que por cierto no lo es y de esto hay que hablar un día— y de la puesta en libertad de cuatro muchachos acusados de otros desmanes. Exigían, también, que el rector Narro fuese a postrarse a la explanada a negociar con ellos la devolución del inmueble. Nada de ello sucedió.
Todo parece indicar que el inesperado acto fue producto de una negociación en lo oscurito entre una autoridad que no tenía ya nada que perder y un grupúsculo que nunca tuvo nada que ganar. El rector se mantuvo en sus trece del desalojo y de la intervención de la autoridad que tenía que intervenir, cosa que nunca sucedió. Los lideretes insistieron en convocar a un gran movimiento de masas estudiantiles, movimiento que nunca se dio. Mal anda la universidad nuestra, si el movimiento ya ha hecho tradición de anteponerse al pensamiento. Los jugadores de esta aburrida partida de ajedrez político optaron por declarar tablas.
Pero alguna lección debe dejarnos este juego de victorias pírricas. La, como siempre, mal redactada proclama de entrega de la plaza que leyó un encobijado, la dejó entrever: su acto estaba rayando los límites de una polarización dentro de la universidad. Este es el único rasgo que resalta en este enésimo capítulo de la telenovela que protagonizan seudo estudiantes y seudo autoridades.
Por primera vez, un grupo de mujeres y hombres, auténticos estudiantes del área de humanidades, se apersonó ante la Rectoría a pedir el desalojo voluntario de las instalaciones. No eran muchos, ni siquiera eran lo suficientemente vociferantes para provocar una adhesión mayor, que muchos universitarios hubiésemos secundado. Pero eran más, mucho más, que los jóvenes ocupantes. De una manera u otra, esa masa informe que llamamos la comunidad universitaria comenzó a tomar una postura ante la toma simbólica de un simbólico edificio. Con cierta pachorra notable, los universitarios dejaron entrever que la causa y las actitudes ante ella podían catalizarse.
El obvio hartazgo de los verdaderos universitarios ha sido siempre flojo en su respuesta. Parecería que a estudiantes y maestros universitarios, y no solamente de la UNAM, les vale gorro que el destino de las casas de su saber, y por extensión y a largo plazo su propio destino, sea determinado por un grupo de profesionales de la provocación cuyo número puede contarse con los dedos de ambas manos y que, por lo menos hasta ahora, contaban con una sólida capacidad de convocatoria.
No se puede anticipar que la mayoría silenciosa esté dispuesta, preparada y dotada para enfrentar con la razón y con la fuerza de la masa a la minoría vociferante. Pero de que alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que hacerlo.
No parece que la autoridad institucional esté dispuesta.