• Una sucesión de enanos edificios de paredes amarillas y techo verde se extiende a lo largo y ancho de 50 mil metros cuadrados. Es la Ciudad Escuela de los Muchachos, mezcla de Centro de Menores y colegio convencional, en pleno centro de Leganés, en el interior de la Comunidad de Madrid. Su perímetro no está delimitado por muros enormes, rejas o alambradas. Es, dicen sus habitantes con orgullo, “una ciudad de puertas abiertas con una arquitectura que también educa”. Tiene residencias, calles angostas, piscina, granja, espacios recreativos, una emisora de radio, catedral y, cómo no, un Ayuntamiento cuyas autoridades han surgido de entre ellos mismos. Los chicos llegan aquí por iniciativa propia, por solicitud de sus padres o a través de organismos oficiales.
A través del Defensor del Menor, Pablo —15 años, nacido en Logroño, rubio y delgado, camiseta blanca y pantalón de mezclilla— comenzó a vivir “en este territorio”. Esta mañana viene bajando de su habitación. Se detiene. Tiene las manos en los bolsillos del pantalón. Se acerca. Saluda, “buenos días”. Y desgrana su historia con media sonrisa.
La primera vez que robó fue “por diversión”. Robaba tenis, camisetas, «chuches»… de alguna tienda. Luego salía con sus amigos, se iba de parranda y a veces no volvía a casa. “Después vinieron las consecuencias y ahora pienso que fui un idiota”, dice. Lo internaron en un Centro de Menores “con estrictas medidas de control”. “Ya ves, por robar eso fue lo que me gané. Mis amigos también han acabado mal. Uno de ellos, se llama David, me han contado que también ha estado aquí, ahora mismo está en el Reformatorio… Yo pienso cambiar, estudiar, buscarme un trabajo. Dejar el desmadre. Pronto comenzaré a estudiar segundo de secundaria”.
Dice Montse Herrera, del Departamento Pedagógico de la Ciudad de Los Muchachos, que Pablo llegó aquí sin sonreír, sin convivir con sus compañeros, sin mirar a los ojos a todo aquel que le dirigía unas palabras. Ahora, en cambio, anda con los hombros echados hacia atrás, como para parecer más alto.
Así camina la propia Montse. Hoy en día trabaja aquí, pero hace 20 años llegó de Islas Canarias.
—¿Por qué?
Montse —el cuerpo grueso, la cabellera larga y negra, la mirada dura— está quieta, las manos sobre el regazo, en una esquina del patio.
—Pues —se interrumpe— porque soy hija de un asesino.
“Soy hija de un asesino”, repite con énfasis, para remarcar que ve en eso el origen de todo, y cuenta que a su padre lo encerraron en la cárcel cuando ella tenía ocho años y una madre muy enferma. Y para comer tuvo que robar. “Todo el mundo me decía que yo era mala, cada vez más mala y uno va interiorizando eso. Pero era por necesidad”. Un día la llevaron a un internado de monjas y pasaron varios meses sin que pudiera ver a su madre. Ella preguntaba por qué. “¿Por qué no puedo ir a visitarla si me ponen a trabajar, a limpiar, qué pasa con ese dinero?”, increpaba. Tiempo después la canalizaron a la Ciudad de Los Muchachos y ahí conoció al Tío Alberto, el arquitecto que fundó la institución dirigida a lograr la reinserción a la sociedad de “adolescentes conflictivos”; entonces Montse dejó de ser “un número de expediente para comenzar a ser persona. Aquí me dijeron: ‘esta niña no puede ser tan mala’. Y confiaron en mí, algo que nadie había hecho”.
Hace 30 años le dieron la misma confianza a Jimmy, que hoy trabaja aquí. Es el jefe de cocina, tiene 42 años, mirada y sonrisa de niño, piel morena y bronceada, cuerpo atlético (con el que se ufana de tener mucho éxito los fines de semana cuando ameniza fiestas como DJ) y una bata blanca para evitar que su ropa se manche. Es casi la hora de la comida y huele a carne frita.
Jimmy vivía en Palma de Mallorca, “en un barrio muy muy pobre, con muchísima delincuencia”. Su padre era apenas un recuerdo porque casi no lo conoció y su madre era una presencia intermitente (“tenía que trabajar y no podía atendernos a mí y a mis hermanos”). Él no era un niño que todos los días jugara, sumara, restara, riera, soñara en la escuela. Prefería atracar bares o tiendas. “En casa no había dinero y yo, como crío, pues tenía algunos caprichos. No veía el peligro en lo que hacía. Veía dinero fácil. Pero luego hubo un par de cosas que me abrieron la mente e hicieron que ya no ignorara el peligro. Una vez, con nueve años, al estar en una comisaría, durmiendo en el calabozo, noté que cuando uno hacía esas cosas, pues uno se arriesgaba. Y yo prefería mi libertad. Después vi cómo mataban a alguien delante de mí. Y dije: esto no es pa’mí”.
En un juzgado, su madre escuchó hablar del Tío Alberto y su proyecto de ayuda a chicos con problemas como los de su hijo. “Después de 30 años puedo decirlo: a las dos horas de estar aquí, algo me dijo que quería quedarme de por vida. Encontré algo distinto. Todas las carencias que tenía, aquí las llenaba con atención directa. Siempre me ha gustado la cocina y un día surgió la oportunidad de ser el jefe. Hay que creer en la reinserción. Uno puede salir. Uno necesita una familia, no necesariamente biológica. Alguien que confíe en ti”.
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Dependiendo de la gravedad del delito cometido, los menores de edad son destinados a Centros de régimen cerrado, semiabierto o abierto. Si padecen alguna “anomalía o alteración psíquica”, los llevan a un Centro de Internamiento Terapéutico. El objetivo, se supone, es corregir malas conductas para que cuando los chavales puedan salir de estos sitios se reinserten a la sociedad y no la perjudiquen más.
S.Z. prefiere ser identificado así y no especificar su nombre por temor a represalias. Cuando tenía 10 años decidió abandonar Marruecos para venir a España. A esa edad ya era “el hombre de la casa” y quiso tener un trabajo con un sueldo suficiente para ayudar a su madre y sus hermanos. Llegó a Madrid y todo fue más complicado de lo esperado. No tenía un lugar fijo para vivir y mucho menos algo que comer todos los días. Así que empezó a consumir solventes y a robar. Lo llevaron varias veces a un Centro de Menores y varias veces se escapó.
Lo repatriaron a Marruecos cuando cumplió 16 años, pero volvió enseguida a España. No quería que lo encerraran de nuevo y entonces oyó hablar de la Fundación Raíces, una organización solidaria con niños, adolescentes y jóvenes en situación de desigualdad o exclusión social, que da asesoría jurídica, orientación laboral y apoyo escolar a españoles e inmigrantes. Una educadora social le permitió quedarse en su casa mientras conseguían a una familia que se pudiera hacer cargo de él. No tenía tranquilidad. Dormía vestido por si a caso llegaba la policía y tenía que salir corriendo.
Cuenta que los chicos con los que se juntaba lo involucraron en un robo. Entonces lo detuvieron para mandarlo a un Centro de Reforma en régimen semiabierto. Le permitían salir a realizar actividades formativas y de ocio, pero no soportaba los maltratos que recibía adentro, así que se fugó. Volvió a pedir el apoyo de la Fundación Raíces y comenzó a estudiar electricidad, pero la policía lo detuvo otra vez. Estuvo un año encerrado y lo que vivió lo cuenta así:
“Ahí vi el infierno. Cuando estás encerrado en un Centro sólo puedes ver el sol una hora y media al día. En esos momentos sientes el aire, respiras. Pero estar ahí dentro es todo un castigo: sin ver a la familia, sin hablar con la novia, con los amigos, sin tener visitas. Nunca puedes conversar con los educadores como debe ser. Las platicas son sobre temas elegidos por ellos. A mí me hubiera gustado hablar de cosas que había vivido antes de entrar al Centro. O de las cosas que me esperaban por vivir después. Pero no te dejan expresarte. Te llaman ‘delincuente’, ‘menor infractor’. Te dicen ‘vosotros sois peligrosos y por eso tenéis que estar aquí dentro’. Cuando te estás yendo con los compañeros en un traslado te empiezan a gritar: ‘¡las manos fuera de los bolsillos!’, ‘¡en fila de uno!’, ‘¡no habléis!’. Así es siempre. Cuando te pones nervioso o se te va la pinza, te engrilletan, te cogen entre varios de seguridad, te meten en tu habitación, te ponen la cabeza en el suelo, se te suben todos encima, te golpean, engrilletado te suben las manos hasta la cabeza para que sientas el dolor. Te insultan. Pero lo que más me ha dolido es lo de mi amigo Camilo, porque era como mi hermano. Tenía 14 años. Estaba engrilletado casi todos los días. Por lo menos dos o tres horas. Yo dormía al lado de su habitación y oía los golpes… Este chico ha intentado suicidarse. Yo no he aprendido nada bueno allí adentro. Nos deberían tratar bien, ¿no?”.
Cuando salió del Centro, estuvo otro año en “libertad vigilada”: tenía un seguimiento especial, comparecía cada cierto tiempo en el juzgado y le pedían que participara en actividades recreativas con otros chavales. Buscó trabajo y encontró una oportunidad en una empresa de construcción. Pero dice que se sentía “explotado”: eran demasiadas horas de trabajo y un sueldo muy escaso. Entonces pensó que el mundo se le caía a pedazos y se refugió en el consumo de solventes.
Una noche, bajo los efectos de la droga, participó junto con otros en una pelea. Alguien sacó un cuchillo y apuñaló al rival. Llegó la policía y detuvo a todos. Una ambulancia se ocupó del herido y a los demás los llevaron a Comisaría. S.Z. tiene 22 años, saldrá de la cárcel a los 27 y no está seguro de poder alejarse de la delincuencia.
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Olga Morla Casado es una educadora social de la Fundación Raíces y desde hace 12 años trabaja con adolescentes. Principalmente, dice, con “aquellos a los que las instituciones les vulneran sus derechos”. Esta mañana, en su despacho de la Fundación, Olga afirma con vehemencia que “los chavales no son tan malos como lo hacen ver”. Acepta hablar más por conciencia profesional que por otra cosa porque se autodefine como “muy desconfiada”. A veces, al final de una frase, suelta una risa nerviosa.
“La mayoría de los chavales”, sostiene, “han estado presos por cosas muy tontas. Pero en los medios de comunicación siempre sacan los casos más morbosos y crean una alarma social que no es real: los chavales no son tan malos. Me he encontrado con casos de “robos con intimidación”. Pero la mayoría de las veces no es así. Los policías les inventan muchas cosas. A veces alguien se “chupa un año de bandeja”, como dicen ellos, o sea, un año de estar en un Centro de Reforma, por haber robado un móvil. Hay delitos graves, con violencia, pero no son los mayoritarios. Suelen ser robos o peleas”.
Todas las semanas, Olga visita a jóvenes y adolescentes en Centros de Menores y cárceles. Como no estudió leyes, contacta con abogados de oficio que llevan los casos de los chicos que ella atiende. Explica que se ha encontrado con que “muchos abogados no hacen su labor, no defienden. Se lleva mucho el «conformar». No les explican a los chavales que eso significa declararse culpable. No les dicen que pueden seguir defendiéndose. No les preguntan por qué han llegado a hacer lo que han hecho. Les dicen: ‘mira, el juez te va a dar dos años, pero si «conformamos» va a ser sólo uno’. Aquí en Madrid se tiende a llenar de chavales los Centros de Reforma. Así no se puede trabajar la integración. Los centros tienen normas muy duras, absurdas. Maltrato físico y psicológico. La gente que trabaja ahí no está preparada para trabajar con chavales que buscan identidad, que tienen cambios de humor… No, los tachan de que tienen trastornos de conducta negativista-desafiante, de hiperactividad… Así se les etiqueta y los comienzan a medicar. Son controles externos. No trabajan el control interno: cómo ser consciente de la responsabilidad de sus propios actos. Cosas muy locas y absurdas. Entonces, hay chavales que se tiran encerrados nueve meses, sin salir a la calle, y acaban estresados. Se les cae el pelo. Los golpean. A los juicos se les lleva esposados, como si fueran muy peligrosos. Quieren que rompan los vínculos con las personas de fuera. En fin, son cosas que van contra la reeducación de los chavales”.
Olga insiste: “todos los chicos a los que ahora voy a ver a la prisión, han pasado por Centros de Reforma cuando eran menores. Eso quiere decir que no se trabaja la reeducación. Que los maltratos recibidos los marcan, les descomponen la vida. Porque, incluso, hay quien ha muerto ahí adentro”.